lunes, octubre 13, 2008

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QUERIDO Y REMOTO MUCHACHO:

Me pedía consejos, pero no te los puedo dar en una simple carta, ni siquiera con las ideas de mis ensayos, que no corresponden tanto a lo que verdaderamente soy sino a lo que querría ser, si no estuviera encarnado en esta carroña podrida o a punto de podrirse que es mi cuerpo. No te puedo ayudar con esas solas ideas, tambaleantes en el tumulto de mis ficciones como esas boyas ancladas en la costa sacudidas por la furia de la tempestad. Más bien podría ayudarte (y quizás lo he hecho) con esa mezcla de ideas con fantasmas vociferantes o silenciosos que salieron de mi interior en las novelas, que se odian o se aman, se apoyan o se destruyen, apoyándome y destruyéndome a mí mismo.
No rehúyo darte la mano que desde tan lejos me pedís. Pero lo que puedo decirte en una carta vale muy poco, a veces menos que lo que podría animarte con una mirada, con un café que tomáramos juntos, con alguna caminata en este laberinto de Buenos Aires.
Te desanimarás porque no sé quién te dijo no sé qué. Pero ese amigo o conocido (¡qué palabra más falaz!) está demasiado cerca para juzgarte, se siente inclinado a pensar que porque comés como él es tu igual; o, ya que te niega, es superior a vos. Es una tentación comprensible: si uno come con un hombre que escaló el Himalaya, observando con suficiencia la forma en que toma el cuchillo, uno incurre en la tentación de considerarse igual o superior, olvidando (tratando de olvidar) que lo que está en juego para ese juicio es el Himalaya, no la comida.
Tendrás infinidad de veces que perdonar ese género de insolencia.
La verdadera justicia sólo la recibirás de seres excepcionales, dotados e modestia y sensibilidad, de lucidez y generosa comprensión. Cuando aquel resentido de Sainte-Beuve afirmo que jamás ese payaso de Stendhal podría hacer una obra maestra, Balzac dijo todo lo contrario; pero es natural: Balzac había escrito la Comedia humana y ese caballero una novelita cuyo nombre no recuerdo. De Brahms se rieron gentes semejantes a Sainte-Beuve. Mientras que Schumann, el maravilloso Schumann, el desdichadísimo Schumann, afirmó que había surgido un músico del siglo. Es que para admirar se necesita grandeza, aunque parezca paradójico. Y por eso tan pocas veces el creador es reconocido por sus contemporáneos: lo hace casi siempre la posteridad, o al menos esa especie de posteridad contemporánea que es el extranjero, la gente que está lejos, la que no ve cómo te vestís. Si esto les pasó a Stendhal y Cervantes, ¿cómo podés desanimarte por lo que diga un simple conocido que vive al lado de tu casa? Cuando apareció el primer tomo de Proust (después que Guide tirara los manuscritos al canasto), un cierto Henri Ghéon escribió que ese autor se había "encarnizado en hacer lo que es propiamente lo contrario de una obra de art, el inventario de sus sensaciones, el censo de sus conocimientos,en un cuadro sucesivo, jamás de conjunto, nunca entero, de la movilidad de los paisajes y las almas". Es decir, ese presuntuso critica casi lo que es la esencia del genio proustiano. ¿En qué Banco de la Justicia Universal se pagará a Brahms el dolor que sintió, que inevitablemente hubo de sentir aquella noche en que él mismo tocaba al piano en su primer concierto para piano y orquesta? ¿Cuando lo silbaron y le arrojaron basura? No ya Brahms, detrás de una sola y modesta canción de Discépolo, cuánto dolor hay, cuianta tristeza acumulada, cuanta desolación.
Pero -tan extraña es la condición humana- no sólo los insignificantes y fracasados padecen esos sentimientos bajos. ¿No dictaminó Lipe que el Quijote era el pero libro que había leído en su vida? ¿No silenciaba Goethe a poetas que eran tan notables como él, mientras elogiaba a otros de tercera categoría, con lo cual ponía por debajo de llos espíritus que en el fondo envidiaba? Pero volvamos a tus dudas. Me basta con leer uno de tus cuentos para saber que un día llegarás a ser importante. Pero ¿estás dispuesto a susfrir esos horrores? Me decís que estás perdido, vacilante, que no sabés qué hacer, que yo tengo la obligación de decirte una palabra.
¡Una palabra! Tendrá que callarme, lo qu podrías interpretar como una indiferencia, o tendría que hablarte durante unos días, o vivir con vos durante años, y a veces hablar y a veces callar o caminar por ahí sin decirnos nada, como cuando se muere alguien que queremos mucho y cuando comprendemos que las palabras son irrisorias o torpemente ineficaces. Sólo el arte de los otros artistas te salva en esos momentos, te consuela, te ayuda. Sólo te es útil (¡qué espanto!) el padecimiento de los seres grandes que te han precedido en ese calvario.
Ees entonces cuando además del talento o del genio necesitarás de otros atributos espirituales: el coraje para decir tu verdad, la tenecidad para seguir adelante, una curiosa mezcla de fe en lo que tenés que decir y de reiterado descreimiento en tus fuerzas, una combinación de modestia ante los gigantes y de arrogancia ante los imbéciles, una necesidad de afecto y una valentía para estar solo, para rehuir la tentación paro también el peligro de los grupitos, de las galerías de espejos. En esos instantes te ayudará el recuerdo de los qu escribieron solos: en un barco, como Melville; en una selva, como Hemingway; en un pueblito, como Faulkner. Si estás dispuesto a sufrir, a desgarrarte, a soportar la mezquinidad y la malevolencia, la incomprensión y la estupidez, el resentimiento y la infinita soledad, entonces sí, querido B., estás preparado para dar tu testimonio. Pero, para colmo, nadie te podrá garantizar lo porvenir, porvenir que en cualquier caso es triste: si fracasás, porque el fracaso es siempre penosoy, en el artista, trágico; si triunfás, porque el triunfo es una especie de vulgaridad, una suma de malentendidos, un manoseo; convirtiéndote en esa asquerosidad que se llama un hombre público, y con derecho (¿con derecho?) un chico, como vos mismo eras al comienzo, te podrá escupir. Y también deberás aguantar esa injusticia, agachar el lomo y seguir produciendo tu obra, como quien levanta una estatua en un chiquero. Leé a Pavese: “Haberte vaciado por entero a vos mismo, poque no sólo has descargado lo que sabés de vos sino también lo que sospechás y suponés, así como tus estremecimientos, tus fantasmas, tu vida inconciente. Y haberlo hecho con sostenida fatiga y tensión, con cautela y temblor, con descubrimientos y fracasos. Haberlo hecho de modo que toda la vida se concentrara en este punto, y advertir que es como si no lo acoge y da calor un signo humano, una palabra, una presencia. Y morir de frío, hablar en el desierto; estar solo día y noche como un muerto.”
Pero sí, oirás de pronto esa palabra -como ahora, donde esté Pavese oye la nuestra-, sentirás la anheladapresencia, el esperado signo de un ser que desde otra isla oye tus gritos, alguien que entendeá tus gestos, que será capaz de descifrar tu clave. Y entonces tendrás fuerzas para seguir adelante, por un momento no sentirás el gruñido de los erdos. Aunque sea por un fugitivo instante, sentirás la eternidad.
No sé cuándo, en qué momento de desilusión Brahms hizo esas melacólicas trompas que oímos en el primer movimiento de sus primera sinfonía. Quizás no tuvo fe en las respuestas, poque tardó trece años (¡trece años!) para volver sobre esa obra. Habría perdido las esperanzas, habría sido escupido por alguien, habría oído risas a sus espaldas, habría creído advertir equívocas miradas. Pero aquel llamado de las trompas atravesó los timpos y de pronto, vos y yo, abatidos por la pesadumbre, las oímos y comprendemos que, por deber hacia aquel desdichado tenemos que responder con algún signo que le indique que lo comprendimos.
Estoy mal, ahora. Mañana, o dentro de un tiempo seguiré.


Extracto de Abaddón el exterminador, Ernesto Sábato.

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